Para ampliar las imágenes haga click Cuando Miña, mi madre, depositó la pequeña matera, con una mísera margarita sembrada, la terraza de nuestra casa en El Pobla do -al lado de donde más tarde haría por un tiempo fotosíntesis periodística La Hoja- se fue desmoronando. Fue un derrumbe como de película, en cámara lenta, con mucho polvo y poco estruendo y cuando la atmósfera se empezó a limpiar apareció mi madre, con una sonrisa de Monalisa indemne e impávida, tomándose un aguardiente que quién sabe de dónde salió y en su boca el infaltable cigarrillo encendido, marca Ginebra. No le di el gusto de oír el te lo dije que ella estaba esperando, ya que innúmeras veces le había advertido: Vea, madre, cada metro cúbico de tierra pesa un poco más de una tonelada y usted, agregando de matera en matera, un día va a tumbar la casa. Ella, usando con naturalidad el recurso cristiano llamado traslación de la culpa, simplemente dijo: Ole, estos arquitectos de ahora sí no saben calcular, confundiendo a los diseñadores con los ingenieros y tal vez pensando en Salmona, amigo de la familia, de quien decía: Tan buen arquitecto pero tan mal marido. Solía usar el matrimonio en las comparaciones, como cuando hablando de José, el carpintero, decía: tan buen marido, pero tan mal carpintero. ¿Por qué, madre? Vea, m'hijo: de la Santa Cruz, la Vera Cruz, hay trozos en todas partes del mundo. Tanto, que si los juntaran saldría una cruz más alta que el Everest. En cambio de san José nadie tiene un pedazo de silla o de cama. ¡Tan mal carpintero! (Años después el Nobel Saramago habría de ratificar esta intuición.) Todo
esto para decir que mi madre era una fanática de las plantas,
que compraba, canjeaba, pedía pies, recogía semillas
y, cuando era necesario llegaba al hurto: cogía la mata,
con todo y tierra y se la metía en la cartera. De ella
viene, pues, mi gusto por las flores. Muerta mi madre, me vi
cultivando las mismas matas que ella y, cuando alguien me preguntó
el origen de mi afición le dije: Fue un Edipo tardío,
más precisamente post mortem. Pasaron los años y, como dijo un escritor amigo, me fui a saborear el amargo caviar del exilio a Nueva York. Y ahí, cerca de la única finca que mi mujer -empedernida ciudadana- tolera, el Central Park, y visitando los jardines botánicos del Bronx y sobre todo el de Brooklyn, en donde había gran variedad de plantas, mi atención se fijó principalmente en las orquídeas (que mi madre cultivaba) y en las plantas acuáticas, sin saber que se iban a convertir en mis futuros y obsesivos amores. Y empecé a visitar Rizzoli y otras librerías, buscando ya más que literatura libros técnicos sobre el cultivo y clasificación de plantas. En sustitución de una costumbre de mi madre de hablarle a las flores (Hoy sí que amaneciste pispa), que me hizo llegar a temer una insania mental con posibilidades de ser hereditaria, encontré un libro salvador: Stop talking to the plants and listen, de Elvin McDonald, algo así como Deje de hablarle a las plantas y escúchelas, que fue revelador. En realidad, si uno las mira con amor le van diciendo, en voz baja, lo que les hace falta. |