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Madre no hay sino una

Texto y fotos de Guillermo Angulo, Colombia
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Para Kit y Ben Knotts

Cuando Miña, mi madre, depositó la pequeña matera, con una mísera margarita sembrada, la terraza de nuestra casa en El Pobla do -al lado de donde más tarde haría por un tiempo fotosíntesis periodística La Hoja- se fue desmoronando. Fue un derrumbe como de película, en cámara lenta, con mucho polvo y poco estruendo y cuando la atmósfera se empezó a limpiar apareció mi madre, con una sonrisa de Monalisa indemne e impávida, tomándose un aguardiente que quién sabe de dónde salió y en su boca el infaltable cigarrillo encendido, marca Ginebra.

No le di el gusto de oír el te lo dije que ella estaba esperando, ya que innúmeras veces le había advertido: Vea, madre, cada metro cúbico de tierra pesa un poco más de una tonelada y usted, agregando de matera en matera, un día va a tumbar la casa.

Ella, usando con naturalidad el recurso cristiano llamado traslación de la culpa, simplemente dijo: Ole, estos arquitectos de ahora sí no saben calcular, confundiendo a los diseñadores con los ingenieros y tal vez pensando en Salmona, amigo de la familia, de quien decía: Tan buen arquitecto pero tan mal marido. Solía usar el matrimonio en las comparaciones, como cuando hablando de José, el carpintero, decía: tan buen marido, pero tan mal carpintero. ¿Por qué, madre? Vea, m'hijo: de la Santa Cruz, la Vera Cruz, hay trozos en todas partes del mundo. Tanto, que si los juntaran saldría una cruz más alta que el Everest. En cambio de san José nadie tiene un pedazo de silla o de cama. ¡Tan mal carpintero! (Años después el Nobel Saramago habría de ratificar esta intuición.)

Todo esto para decir que mi madre era una fanática de las plantas, que compraba, canjeaba, pedía pies, recogía semillas y, cuando era necesario llegaba al hurto: cogía la mata, con todo y tierra y se la metía en la cartera. De ella viene, pues, mi gusto por las flores. Muerta mi madre, me vi cultivando las mismas matas que ella y, cuando alguien me preguntó el origen de mi afición le dije: Fue un Edipo tardío, más precisamente post mortem.

Pasaron los años y, como dijo un escritor amigo, me fui a saborear el amargo caviar del exilio a Nueva York. Y ahí, cerca de la única finca que mi mujer -empedernida ciudadana- tolera, el Central Park, y visitando los jardines botánicos del Bronx y sobre todo el de Brooklyn, en donde había gran variedad de plantas, mi atención se fijó principalmente en las orquídeas (que mi madre cultivaba) y en las plantas acuáticas, sin saber que se iban a convertir en mis futuros y obsesivos amores.

Y empecé a visitar Rizzoli y otras librerías, buscando ya más que literatura libros técnicos sobre el cultivo y clasificación de plantas. En sustitución de una costumbre de mi madre de hablarle a las flores (Hoy sí que amaneciste pispa), que me hizo llegar a temer una insania mental con posibilidades de ser hereditaria, encontré un libro salvador: Stop talking to the plants and listen, de Elvin McDonald, algo así como Deje de hablarle a las plantas y escúchelas, que fue revelador. En realidad, si uno las mira con amor le van diciendo, en voz baja, lo que les hace falta.

Y por los libros llegué a un descubrimiento que me llevó a querer nuestras plantas nativas, que son tratadas como esos primos que llegan de provincia, que creen que el caviar es una asquerosa mermelada salada que se toma con vodka helada, y no saben saborear un buen vino. Los libros, que me habían enseñado que Dios es Dios, me revelaron que el profeta del buen diseño de jardines no era Mahoma, sino Roberto Burle Marx, pariente lejano de aquel otro Marx que prefirió la aridez de las bibliotecas al lujurioso y oloroso verde.

Don Roberto era brasileño, dueño de una voz privilegiada y fue enviado a Berlín por sus padres para que viera un oftalmólogo, porque estaba perdiendo la vista, y estudiara canto. Y allí se desvió: empezó a visitar jardines botánicos y en el de la capital alemana, of all places, descubrió la rica flora de Brasil, a la que dedicó después toda su vida, enriqueciéndola con sus descubrimientos y divulgándola. Todo el rico movimiento arquitectónico del Brasil de los últimos años le debe a Burle Marx la buena compañía de sus mejores jardines. La vista se la mejoraron y la voz le quedó, y cantaba mientras pintaba, diseñaba jardines, joyas o recibía a sus amigos.

 Roberto Burle Marx

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